El llamado colombiano

Vivo en Europa hace más de 5 años. He compartido salones de clase y veranos con los españoles e intercambiado recetas y sonrisas con los italianos. Ahora educo a los hijos de los londinenses y pago impuestos en esta tierra de Shakespeare en donde encontré al coprotagonista de la obra que como título lleva mi nombre. Me gusta este lado del océano y no me arrepiento de haber decidido pasar un pedazo de mi existencia por aquí. Sin embargo, cada vez que regreso por vacaciones a Colombia, encuentro allí algo que me llama y me quita las ganas de volver a continuar mi vida en Europa.

Afirmar que me quiero regresar confundiría a más de uno de mis familiares y amigos. Debo confesarles con algo de vergüenza que soy una de aquellas personas que viven en el exterior que apenas ponen un pie en su ciudad, empiezan odiosamente a resaltar todas aquellas cosas que les parece no funcionan como deberían. Esto molesta a todos los miembros de mi familia, que están bajo la impresión de que desdeño mi tierra, y aunque mis palabras parezcan respaldar esta idea, están equivocados.

¿Cómo podría menospreciar el lugar en el que nací y crecí?, y mis razones van mucho más allá de esto. Fue en Colombia en donde tuve la oportunidad de tener una familia que me ayudó a ser una niña feliz, una casa que siempre estuvo dispuesta a recibir a aquellos  que se convertirían en los mejores amigos que alguna vez haya conocido, compartiendo experiencias y visiones del mundo.

Sí, comento mucho las cosas que veo mal. Lo hago porque me importa, porque creo que merece la pena invertir tiempo en nuestro país cafetero y construir  un lugar mejor para esos cientos de personas rebuscándose la vida en las calles. Esa gente que no se rinde y que vende cualquier cosa imaginable en sus improvisados comercios; que interpreta su arte en el escenario de la calle; o que presta variedad de servicios, desde hacer una fila a vigilar propiedades privadas, hasta organizar los papeles del trámite más complicado, todo hecho en su oficina de a pie.

Vale la pena arreglar las cosas por la capacidad que tienen los colombianos de sonreír honestamente, de conversar y reír sin importar cuán difíciles estén las cosas. Se merece el cambio aquella familia que cuida a sus hijos, se mantiene unida, y se ayudan los unos a los otros a salir adelante haciendo casi hasta lo imposible. Se debe cambiar por esa gente que te abre las puertas de tu casa sin condiciones, que brinda contigo y que vuelve a sonreír francamente aunque presienta que su lucha diaria quizá no lo lleve a ningún lado.

Cuando me oigan hablando de lo que encuentro inadecuado, recuerden que lo hago  sabiendo y apreciando las muchas cosas buenas que tiene Colombia, las que no he encontrado en mi correría europea y las que quizá algún día, con su llamado, logren hacerme quedar. Son justamente esas cosas la razón por la que pienso que podríamos superar aquello que nos detiene para vivir de una manera sobresaliente, que en mi opinión no es una mejor economía sino una conciencia más fuerte de lo que sucede a nuestro alrededor y de las consecuencias de nuestras acciones.