El piano

Por: Julian Silva Puentes

La piel de la abuela Carmen se sentía como la superficie de una pelota de básquetbol.  De cuando en cuando, si contabas con algo de suerte, lograbas ver un millar de arrugas bailar alrededor de sus labios pálidos al ritmo de un tic muy característico suyo, un tanto coqueto, de la juventud tal vez, pero en la época de la que hablo, sus años de vejez, no emanaba la sensualidad de antaño a no ser por la infinidad de pliegues pintarrajeados en su cara curtida que brillaban como maravillosas estrellas petrificadas en la infinita oscuridad del cielo.

No hablaba mucho, la abuela Carmen, a excepción de alguna regañina con respecto a correr demasiado rápido por los pasillos de la casa, tomar leche directo de la bolsa, asustar al gato y cosas por el estilo.  Yo la veía en sueños.  Se aparecía siempre vestida con un pijama muy vieja, caminando al baño y dirigiéndose luego a la sala del piano.  Una vez allí, ponía las manos sobre las teclas pero no producían ningún sonido; ella cantaba y se reía y llevaba el ritmo con los pies como si acaso la música sonara únicamente en su cabeza.  Era un sueño recurrente que nada tenía que ver con la realidad, ya que la abuela Carmen no sabía tocar el piano, y mucho menos, tenía por costumbre deambular por la casa en la noche.  Pero yo la veía y ella a mí, y me sonreía de una manera que nunca le vi hacer en el mundo real.  Tal vez por eso la amaba más que a la verdadera, la del gato y la jarra de la leche y las materas de los pasillos que por alguna razón, venían a estrellarse contra mí cuando atravesaba corriendo los pasillos de la casa como un cometa centellante en la noche mágica.

Tal vez fue por ello que no sentí mayor dolor cuando murió.  Dejó un vacío, es cierto, pero aparte de eso, no supuso mayor diferencia para mí; además, la encontraba siempre en las noches, mientras dormía, caminando por la casa o tocando el piano de manera silenciosa pero solemne ante una pila de parientes muertos que nunca conocí.

Dormir se hizo algo emocionante para mí: percibía colores con los que dicen alucinan los locos y podía ver a la abuela Carmen con la apariencia de una chica de 15 años, una niña hermosa, un poco mayor que yo en esos días, y tan alegre y risueña que en nada se asemejaba a la mujer de hierro que en virtud de las circunstancias, se convirtió en sus años de adultez.  Nos reuníamos en la sala, junto al piano.  Habían más personas allí; algunos rostros conocidos me saludaban como si supieran de mí desde siempre… y en cierta manera lo hacían, conocerme, ya que eran los rostros pálidos de las fotos del pasillo, ellos mismos, vestidos con sus ropas sobrias de principio de siglo, que me decían “En esta casa nacimos y también morimos”.  Acompañaban sus palabras con resignación y tristeza, y yo no sabía qué pensar de todo ello puesto que era tan sólo un niño con la inmensidad del mundo entero para descubrir.

La abuela tocaba el piano noche tras noche y yo me sentaba junto a ella para aprender.  En la mañana siguiente, al despertar, corría a la sala con el fin de poner en práctica la lección de la noche pese a ser tan tonto para los instrumentos musicales; y en efecto, en cuanto ponía las manos en las teclas, un sonido apocalíptico retumbaba en las profundidades de la casa, en los cimientos, así como también en la carne y en las mentes de todo aquel que permaneciera a un radio de tres metros de distancia.  El loco Santa, mi padre, se desquiciaba dándole golpes a las ollas en la cocina al ritmo del estrépito, y mi hermano mayor, aquel muerto en vida a quien llamábamos de cariño “Difunto”, acompañaba el cataclismo con aullidos de perro salvaje, hasta que mamá aparecía con su famoso cinturón de cuero curtido, absolutamente brutal, para escalparnos la piel, y ¡Dios mío! Sí que sabía darnos con él, a mí más que a los otros dos, porque al loco Santa le daba unos cuantos fuetazos débiles, caricias si acaso, y a Difunto lo apaciguaba con los “OHHHS”, “OHHHS” que se les dicen a los caballos para que anden sin mayor desorden.

La primera vez que la vi venir con el cuero en la mano no sospeché que se debiera a mi forma de tocar el piano, de hecho, imaginé que deseaba felicitarme por mis iniciativas artísticas.  Pues no.  Fue el cinturón el que me avisó, ahí sentado, con las manos aún en las teclas, las razones de sus caricias, mientras que yo balbuceaba algo sobre los sueños y la abuela Carmen y las lecciones musicales y los parientes muertos aplaudiéndome por semejante pasión a la hora de tocar un instrumento del que no podía sacar ni la más básica de las armonías.

Esa misma noche, la de la golpiza, no me senté junto a ella y pretendí no prestarle atención a sus notas mudas.  Ella siguió como si nada, pero los parientes muertos, la gente de las fotos, empezaron a llorar de la manera más terrible; yo intentaba explicarles lo sucedido con mamá y los correazos pero no querían saber nada al respecto, además, las marcas de los brazos no estaban allí conmigo, en el “YO” del sueño, de manera que tomaron mi falta de compromiso como un mero capricho, algo inexplicable ante semejante regalo del cielo, porque comunicarse con los seres queridos mediante la música es un don en extremo raro, y más cuando ya se ha muerto.

En fin, todo podía ser muy bonito, muy “armónico”, de no ser porque mamá no lo veía de esa forma.  La suya, su manera de comprender ciertas cosas, era repartiendo las caricias de su cinturón sobre mis brazos y especialmente en mi culo, un golpazo en cada nalga, para perpetuar aquello de la equidad.  Ahora bien, las recriminaciones de los parientes muertos resultaron más aterradoras a medida que me negaba a sentarme junto a la preciosa joven que era mi abuela Carmen.  Y es que ya no era un sueño, ¡una pesadilla! Las caras austeras en blanco y negro, los trajes de sobria parquedad e incluso la misma sala se tornaron en este derrumbe con luz de vela más parecido a una cripta que a cualquier otra cosa.  Pero yo despertaba justo a tiempo y veía en mi cama al fantasma de la abuela Carmen, tan vieja y silenciosa como siempre, mirando a ninguna parte y moviendo los dedos en el aire como si tocara un piano invisible.

A partir de esa mañana empecé a verla en todas partes.  No debía dormir para encontrármela sentada en un café leyendo el periódico o asomada por la ventana de algún edificio, saludándome con la mano, como si fuera algo de todos los días encontrarse a los muertos en la calle.  A todo esto, la tía Victoria, absolutamente aterrada, torcía la boca con espanto.  Parecía escandalizarse al escuchar que un niño pudiera pasar tiempo con una persona fallecida.

-        Pero si no se ha ido –le decía yo–, simplemente está muerta.

En el colegio los profesores intentaron hacerme entrar en razón; incluso la monja que hacía las veces de Rectora conversó conmigo en su oficina acerca de la muerte, los Ángeles y Dios.  Según ella, aunque los niños mantuvieran un nexo con la divinidad por su condición pura e inmaculada, no podían conversas con los muertos.

-        ¿Y el Papa? –le preguntaba–.  ¿Puede el Papa hablar con los muertos?

-        ¡Sí! Él puede hablar con Dios y con los Ángeles y también con los muertos.

-        ¿Podría la abuela Carmen hablar con el Papa?

-        Pues… sí, creo que si tu abuela quiere comunicarse con él, por inmediación del santo padre, podría hacerlo.

-        Y yo, ¿podría hablar con el Papa?

-        No mi niño, no creo que el Papa tenga tiempo para hablar contigo.

-        Pero si tiene tiempo para hablar con Dios, los Ángeles y los muertos, ¿por qué no puede hablar conmigo que estoy vivo?

-        Porque los muertitos no tienen a nadie que rece por ellos.

-        ¿Y yo?

-        Tú tienes a tus papás para que recen por ti.

Me imaginé a mi mamá con su odio visceral ante cualquier cosa que tuviera que ver con la misma iglesia del padre Lorenzo, rezando ella, mamá, un rosario de dos mil cuentas de insultos en contra de la institución que la convirtió en un paria.  Por tanto, yo no tenía al Papa ni a mi familia para que rezaran por mí, pero sí tenía a la abuela haciéndome compañía desde el otro extremo del mundo, el “más allá” o como quiera que se le llame, hasta que claro, los adultos, en su inmenso y estúpido orgullo conocedor de las cosas que según ellos ignoran los niños, me convencieron de la imposibilidad de mis visiones haciéndome ver a psiquiatras, chamanes y sacerdotes dementes.  Los dos primeros me recetaron medicinas para dormir, pero el último, el peor de todos, el sacerdote, aseguró que lo mejor para mí sería un exorcismo, puesto que lo mío, mi “padecimiento”, no era otra cosa más que una posesión demoníaca.  Afortunadamente mamá supo ver al verdadero demonio, y después de escupirle en la cara, se largó conmigo de la mano para nunca más regresar.

Continué viendo un tiempo más a la abuela después de semejante locura, pero decidí nunca hablarle a nadie más de ello.  Era demasiado peligroso, además, me causaba terror enterarme de que al final de cuentas no era la abuela Carmen quien me visitaba sino un demonio cualquiera, uno de tantos que rondan a los niños según el sacerdote.  De manera pues que me negué a verla; cerraba los ojos cuando me la encontraba en la calle y permanecía en mi cama en las noches, durante las lecciones de piano, hasta que finalmente desapareció para siempre de mi vida, y nunca pude saber lo que quiso enseñarme con sus lecciones de música o su constante presencia, excepto tal vez aquello que aprendes por tu propia cuenta al enterarte de lo descreídos y temerosos que son los adultos, su falta de fe y fantasía en un mundo donde la realidad es tan brutal como la peor de las pesadillas.

Tal vez algún día recupere lo que sea que perdí en los años de infancia, la ingenuidad y la capacidad para asombrarme de todo lo que me rodeaba, el don de soñar despierto y sobre todo, a la abuela Carmen, desaparecida hace tanto tiempo que ya ni recuerdo nada de ella a excepción de la sensación de su piel en mis manos y las miles de arrugas apretujadas en su rostro pálido y severo.  Creo que hoy en día no me reconocería.  He cambiado demasiado.

FIN