Lactrodectus Mactans

Por: Oscar Espinosa.

Nunca entendí por qué siempre íbamos a cenar a ese restaurante. Me molestaba especialmente  que no tuviera un espacio libre de humo, además del menú rico en carnes y patatas fritas, pero escaso en verduras y legumbres. Ser vegetariano no es fácil, pero a Akane le gustaban las hamburguesas y las patatas fritas de allí. Mientras ella devoraba el trozo de carne, a mí se me perdían los pensamientos entre las hojas de lechuga con laurel, el único plato disponible en Joe´s para un naturista.

Ya sentía el rugir de su estomago al sentarnos; y luego, el sonido de sus uñas rojas al deslizar la mano sobre la mesa para alcanzar la cajetilla de cigarros me provocaba un chasquido en la consciencia, un fustazo que me hacía perder el sentido y terminaba por nublar completamente mi visión para dejar una oscuridad móvil, donde Akane y yo éramos tan solo eso, dos ánimas extraviadas en la lumbre de un cigarro que por esas cosas del destino, o quizá por un mandato divino, terminaron por consumirse bajo la lluvia de febrero.

– Qué pasa Benito, te jode que fume, ¿Verdad?

– Lo que me jode es que me tires el humo en la cara, por mí haz lo que se te de la gana, mátate si quieres, pero tú sola.

Akane, como si de un puñal se tratase, enfilaba el cigarro en sus labios y me disparaba ráfagas de alquitrán que yo audazmente espantaba agitando una hoja de lechuga en el vacío. Mi venganza de hacer crujir ruidosamente la lechuga en mi boca, se hacía ridícula cuando ella dejaba que la grasa de la carne se le escurriera libremente por las comisuras de los labios, o que se le deslizara entre las manos, para luego tomar el vaso y dejar marcadas sus huellas en él.

¡Oh!, Qué locas obsesiones las mías, pero también cuánto desenfreno había en ella: fumaba mientras comía, devoraba hasta dos y tres hamburguesas en la cena  y remataba con una tarta de manzana que engullía como si de un esparrago se tratase. A pesar de este exceso en la comida, Akane tenía delgadas formas, y si alguno la hubiese visto en una fotografía no habría podido llegar a imaginarse que tan menuda silueta fuera capaz de semejantes ademanes, casi animalescos.

Muchas veces, mientras comíamos sentados en los viejos taburetes de Joe´s,  la veía como una araña, una especie de viuda negra solitaria y caníbal, nocturna en sus hilos, despiadada en sus vaivenes. El azul de sus ojos, enmarcados en el rostro afilado color muerte, traspasaba la cortina de humo para llegar hasta mí, el Latrodectus Mactans, su marido, el sacrificado después del ritual del apareamiento.

– Qué poco hombre eres, Benito. Ya ni para eso me servís.

– Y por eso te acuestas con el primero que se te aparece, ¿verdad? Ya ni sé cuántos habrán pasado después del policía.

– Muchos, Benito.

– Que no me llames Benito, ya te lo he dicho. Mi nombre es Ben, detesto que me llames Benito.

Ya en la intimidad del cuarto comenzaba a sentir alrededor de mi cuerpo el revoloteo de sus patas subiendo por la colcha. A través de la telaraña de sus dedos me llegaba un hálito de ceniza, presagio de la proximidad pegajosa de su vientre. Después de sucumbir a sus encantos artrópodos, la boca implacable se abalanzaba sobre la mía para dejar caer desde su lengua la ponzoña amarillenta que me mataría de nuevo, concluyendo así, el  destino fatídico de los hombres Latrodectus Mactans. Pero como de costumbre, Akane no aplicaría la dosis correcta de veneno, asegurando así mi supervivencia para futuros encuentros y manteniendo vivos en mí, el miedo y la esperanza.

Cuántas veces le habría bastado a los Latrodectus Mactans huir de la red con una sencilla pirueta. Sin embargo, he visto a muchos que se han quedado inmóviles, entregados totalmente al sacrificio en bienestar de la paridora y sus futuras crías, sensatos, conformes y fieles a su naturaleza arácnida, o quizá paralizados por el miedo de volver a la vida de las telarañas.

Lo que nunca había visto antes era una viuda negra como Akane, una que fuese incapaz de devorar a su marido, tal vez porque en los indescifrables trances de la reproducción terminó por quererlo, o simplemente por una naturaleza sádica, que la llevaba a querer prolongar la existencia de su víctima para torturarlo una y otra vez.

Bastante desdicha y apego había en torno a la cena de los viernes en Joe´s. Enfilados como ovejas al desolladero, nos entregábamos a la certidumbre circular – símbolo del infinito desgano de las arañas Latrodectus Mactans –. Temerosos por cumplir el mandato de nuestra naturaleza arácnida, nos escabullíamos entre mis lechugas y el humo del cigarro de Akane para eludir lo que está escrito, lo que mandan las sagradas leyes de la naturaleza en su orden ciego y severo. Una noche, bajo la luz tenue de Joe´s, me pareció ver en sus ojos azules un destello triste.

– ¿Te pasa algo, Akane?

– Me pasa que te quiero, Benito.

A veces, desde nuestro túnel de seda, veíamos a los albatros volando hacia un destino en apariencia muy diferente al nuestro, pero acaso, ¿no serían también ellos víctimas de una naturaleza ciega que los llevaba a realizar diariamente vuelos migratorios titánicos, en compañía de la que sería su pareja para toda la vida, incluso después de que muriese?¿Y todo eso, para qué?

Sin lugar a dudas el destino ajeno siempre nos parece más soportable, pero también, cómo iba a ser posible para nosotros, los condenados a una vida nocturna y solitaria, a morir o a matar por amor en una telaraña, no envidiar una vida libre de redes y veneno, una vida de viento, mar y atardecer.

– Mira Benito, allá van los albatros. A lo mejor algún día podríamos salir de caza con tu escopeta.

– A lo mejor. Ya te he dicho que no me llames Benito.

Aturdidos en la intimidad por la proximidad del encuentro, nos entregábamos una vez más a las contorsiones clandestinas, indiferentes a lo fatídico de nuestro destino, olvidando por un momento nuestra condición arácnida, nuestras diferencias, la vida solitaria y nocturna que llevábamos, el tedio al amanecer, la angustia ante la cercanía del final del encuentro, los gemidos de placer, el mordisco, el veneno.

– Me encantas, Claudio.

– Que no me llames…Me llamo Ben, Akane. Me llamo Ben.

Claudio, otra víctima de la viuda negra. Me alentaba el hecho de saber que Akane ya había satisfecho su instinto asesino en otro hombre. Lo que no sabía era por cuánto tiempo más. Sin embargo, estas muertes terminaban por convertirse en extensiones de vida para mí y en prorrogas para Akane, justificando así su inapetencia, el por qué de su incapacidad para matarme.

El tiempo terminaría por revelarme la verdad una mañana en la que encontré a Akane muerta, con las patas enroscadas sobre su cuerpo, bañada en su propio veneno, y con una nota de despedida en la que me confesaba su constante lucha y cansancio por tener que contener el torrente de su mandato, el de la naturaleza obscura de las viudas negras arraigado en lo más profundo de su corazón. Y es que, hasta un Latrodectus Mactans, se puede enamorar.