El diario secreto de Mr. Ebenezer Scrooge

Por: Felipe Clavijo Ospina

Anochece y escribo estas palabras en mi libreta. Una poderosa e inusual excitación de los sentidos me impide dormir hace una semana. Debo esto, a la ocurrencia de un extraordinario suceso que me ha dado por fin la razón… Nunca he creído en el espíritu o espíritus de la llamada navidad; mucho menos en los cuentos relacionados con la navidad judeocristiana (o Christ-mas). Sí, en el árbol de antigua tradición pagana; sí, en los cuervos y en la Walpurgis Nach. En la magia y en la noche. He deseado que en mi ciudad las festividades cristianas duren tan sólo un día o sean asoladas, y en cambio, la Walpurgis Nach un mes o toda la eternidad, como ocurre en mi mente. La verdad, es que hace poco tuve la oportunidad de leer el manuscrito de un tal Mr. Ebenezer Scrooge III, en la biblioteca distrital. Allí encontré la clave y también una profunda perturbación.

Según aquel manuscrito, la historia de Mr. Scrooge fue real y no termina donde la conocemos; se aduce que Dickens deliberadamente ocultó su verdadero final por atentar contra las buenas costumbres y la moral victorianas. Me atrevo a pensar que le perturbó tanto como a mí y por eso escogió mentir. En el libro se nos refiere que inmediatamente después de ser visitado Mr. Scrooge por los espíritus de las navidades (quienes le embriagaron de muerte y desolación), lo abandonó todo, destrozó su casa y partió sin rumbo. Nadie nunca más le volvió a ver desde ese día.

Sin embargo, en un aparte posterior, se puede leer que en un diario de la época, apareció el relato de un supuesto testigo de su muerte, la única persona que lo acompañó en sus últimas horas, quién asegura que Mr. Scrooge llevaba un extraño libro y que antes de precipitarse hacia su muerte, leyó estos versos como si de una oración se tratara, quizá, extraidos de un diario:

El frío era intenso, cuando le pareció ver ante sí una magnífica bandada de cuervos en fuga, que recreaban sus aspiraciones y a un mismo tiempo, laceraban su rostro en dignidad. Por un momento, creyó, como en la antigüedad creyeron o quizá soñaron los arduos magos egipcios, ver espejos del firmamento en la tierra, entre las oscuras alas de la noche. No había terminado de caer en la profundidad de los reflejos, cuando sintió sobre su simple existencia el peso indeterminado del universo desconocido. Avanzaba por el camino. Temblaba con creciente intensidad y las auroras brillaban con frenesí. Después de todo, el viaje había sido largo y su nostalgia era tan sombría que se sentía perdido. Aún sin mucha orientación, se detuvo ante un antiguo y olvidado castillo, en una boscosa villa que adornaba con profusa pasión, un imponente desfiladero. De inmediato, el áspero susurro del viento le recordó con potente voz que debía leer la carta, como lo había prometido en alguna ocasión ya borrosa, y restándole importancia a la fuerte y fría lluvia que bellamente le investía, se apartó del auto y comenzó a leer. Sus manos aún sangraban. Sin duda, continuaba esperando algo que no iba a suceder.

Abandonado e investido en medio de la lluvia respiró profundamente, miró una vez más el hermoso cielo agonizante, mientras recordaba por última vez el rostro de ella, el imponente peso de su destino y entonces comprendió que ese era el momento, cuando la música resonaba con más fuerza que nunca en toda su pretendida existencia y en medio de una profunda tristeza pero con decisión, se dejó caer desplegando sus alas, a un mismo tiempo, hacia el infinito y la muerte.