De Cabeza Contra el Mundo

Jack Kerouac no encontró lo que tanto buscó en sus recorridos a través de la basta Noteamérica de los 50’s.  Tampoco lo hizo Céline en un viaje al final de la noche que le tomó media docena de novelas, panfletos antisemitas y condenas a muerte.  Henry Miller, por otro lado, vivió la miseria de su Nueva York natal, los años de loca euforia de los 30’s en París, influenció a los Beats y al movimiento hippie y vivió lo suficiente para intuir la apatía de principios de los 80’s.  Bukowski no perteneció a ningún movimiento.  “Realismo sucio” le llamaron a la obra de este crucifijo andante que escribía cuentos sobre peleas de box contra Hemingway, putas desdentadas, borracheras eternas y trabajos insufribles.  Cada uno de ellos golpeados por el mundo a voluntad; inconformes o rebeldes, furiosos, alcoholizados y drogados, violentos ángeles y demonios, malditos unos, perdidos otros pero exultantes de vida.  Sacrificaron su existencia en orden de hallar algo por lo cual valiera la pena morir.  No se trató de la guerra ni algún tipo de fanatismo aterrador en pro de la patria o la religión.  Podían morir de hambre, dormir en bancas de parque y sin embargo, lograban reunir fuerzas suficientes para escribir cosas como “No tengo dineroni recursos, ni esperanzas.  Soy el hombre más feliz del mundo”.

Se debe estar algo loco para decir semejante cosa con el estómago vacío; no obstante, la visión de una idea y la batalla contra el “YO” para plasmarla ya sea en una hoja de papel o en un lienzo, obedece a un tipo de obsesión que puede barrer con todo lo que se encuentre de frente.  Las convenciones sociales, por ende, y las obligaciones, pasan a un plano inferior, se olvidan, tanto familia como trabajo dejan de tener peso en el mundo real para convertirse en una mera distracción dolorosa.  Hemingway llegó lejos pero claudicó al final.  Tanto Céline como Kerouac tuvieron una despedida llena de rencores aun cuando Kerouac se mostrara tan lleno de vida en sus primeras obras.  Pero Henry Miller lo alcanzó todo: probó los dolores de la pobreza, falló como padre y, sin embargo, se salió con la suya al escribir una maravillosa obsesión llamada Trópico de Cáncer.  Dio consejos a Bukowski y a Kerocuac con respecto a la bebida y leyó Viaje al fin de la noche de Céline antes de que fuera publicada.  Regresó a USA siendo un escritor de culto underground y algunos años después se hizo mundialmente conocido.  No quiso pasar su vida siendo mensajero para la Western Union en Nueva York.  No se hundió en el fango junto a June.  No cedió ante el mundo para entregarse a una vida de obligaciones tediosas.  Hizo todo lo posible para alcanzar alguna dicha en su vida, escuchó a su alma y se entregó a la necesidad de llegar a ser algo mejor de lo que le ofrecía el ordenamiento social.

Pienso que vale la pena hacer como Miller e intentarlo.  Se pude perder en grande, claro, al sacrificarlo todo el fracaso es monumental, pero ¡qué buena manera de fracasar!, hasta el tuétano, ser el mejor incluso perdiendo, apasionarse luego de ofrecer la más encarnizada resistencia.  Es la única manera de vivir en grande; el fracaso o la victoria son sólo una consecuencia, el precio mínimo para partir de este teatro al que llamamos vida después de darlo todo, todo de lo que somos capaces.  Henry Miller lo supo.  Murió a los 89 años luego de dos guerras mundiales, Corea, Vietnam, sus Trópicos, la Crucifixión rosa y el Coloso de Marussi.  Vivía en Big sur, California, junto al mar.  Su chica tenía 56 años menos que él.  Seguramente sonrió el viejo Henry al dar el último suspiro.  Bueno, es sólo una suposición.  Pero así me da la gana imaginarlo.