El fuego se demora unos instantes y la tiniebla se alza como un espectro asustadizo, se repliega en sí misma; el haz de luz ilumina el mandala; hay un libro de páginas secretas; detrás del libro, un unicornio se escapa a un bosque de “paso evaporado” como escribiera el poeta. El fuego chisporrotea de nuevo y estamos los dos sentados a orillas de un lago. Hay una espada mágica que él convertirá -como no lo ha hecho nadie todavía- en un hermoso soneto, y con este acto abrirá un umbral que años después yo cruzaría para saludarlo, para reconocerlo.
De la suma -o de la conjunción- de estos actos, seres mágicos, objetos y circunstancias seudo-fantásticas quedo en deuda, felizmente.
Lo que he mencionado antes viene a ser como la versión “del otro lado del espejo” de cómo conocí a Félix Lizárraga; la otra versión -la que está de éste lado del espejo- es más “realista”: yo leía hace años un cuento suyo en una antología de ciencia ficción; alababa en secreto la factura del cuento, la prosa transparente y poética en la que Lizárraga esconde – a la manera de los grandes- todo un laberinto de máscaras y simbologías. Luego vinieron otros cuentos que lo ratificaban no sólo como el narrador atípico de su generación y de su tiempo, sino también como uno de sus mejores narradores.
No mucho después me toparía con su novela Beatrice (escrita y publicada antes que los cuentos) con la que ganara el premio David de ciencia ficción; y Beatrice me perseguiría como un fantasma: Beatrice en las manos de un amigo; Beatrice en las manos de una novia; Beatrice entre libros de Borges y de Tolkien; Beatrice muy cerca de la Rama Dorada de Frazer; Beatrice pasando de mano en mano, mencionada con orgullo siempre que se hablaba de ciencia ficción en Cuba.
Félix Lizárraga me guardaba una sorpresa más. Como quien descubre un talismán sagrado, descubrí que Félix era -cosa extraña entre narradores- un gran poeta. Eran los primeros días de 1993 y yo estaba maravillado de encontrarme, en una revista, con esos poemas con los que él ganara una de las menciones del prestigioso premio Julián del Casal de poesía. Todavía hoy puedo citar de memoria alguno de sus sonetos, alguna que otra cuarteta o un verso en el que centellea la mejor imagen, la mejor metáfora, la impecable música: ” Yo he sentido el amor: yo lo he sentido/ Como un leopardo o un león o un lobo hambriento/ Devorando mi vida; o como un viento/ Que me dejó desnudo, solo, herido”; o estos versos en donde el poeta recorre, en alejandrinos perfectos, una Rayuela improbable:
“He tocado la luna de tu cuerpo en la sombra
Creyendo que tocaba la luna verdadera.
(La luna reflejada, pensaba, es la que riela
En las aguas del cielo; el cielo, ese otro abismo.)
Me engañaba el reflejo de mi rostro secreto.
La puerta de tu vientre se abre sobre la nada”.
Pero quizás deba terminar con una afirmación que espero sea un desafío o bienvenida al lector: nadie ha escrito, en castellano, una versión mejor del tigre de Blake como lo ha hecho Lizárraga.
Que sea de él la maravilla del verso; nuestra, la suerte de leerlo.
EL JINETE BLANCO
Un condiscípulo, bambará de Mali, me contó hará unos doce o quince años lo que ahora rememoro. En la medianoche de Tombuctú (no recuerdo si cada medianoche o si una medianoche entre las otras) por la ciudad antigua pasa a todo galope un jinete de blanco sobre un caballo blanco. No se sabe quién es, por qué lo hace; si es una aparición o un sacerdote. Así ha sido siempre, por más de mil años. Así seguirá siendo, me dijo el bambará.
I
Densas las pieles son. Densa es la selva.
Denso el denso calor, el denso frío.
Denso el plomo del sol. Densa la noche.
El blanco de la crin y del ropaje
Es una vaporosa llamarada.
Los rostros son oscuros. Ojos, dientes,
Son como estrellas entreabiertas, húmedas,
En esa noche tibia que es la carne.
El jinete no tiene rostro alguno.
No sé si lleva velo, o es muy pálido,
O simplemente en el lugar del rostro
Tiene otra cosa, o nada. Así, cabalga
Por la alta medianoche de los bámbaras:
Pálida sombra entre la luz espesa.
II
Un lagarto se pierde entre las piedras,
Entre las grietas de la tierra seca.
El jinete se va, como una lágrima,
Como una gota de agua, como el tiempo,
Y como el tiempo vuelve, si es que vuelve,
Si es que no es otro cada medianoche
(Otra llama, otra sombra, otro relámpago).
En las grietas se esconde otro lagarto,
Tal vez el mismo. Es que esas cosas simples
No las sabremos nunca, nunca, nunca
III
Un lagarto, un jinete entre las piedras
De una ciudad antigua, inmemorable.
Una sombra fugaz, un fuego fatuo.
Un pájaro que irrumpe en nuestro cuarto
Desde la noche, y a la noche vuelve.
Son metáforas todas de la vida
Humana, de la levedad, del tránsito.
Pero son también cosas, con la muda,
Obstinada presencia de las cosas
Que son ellas, y ya, y al mismo tiempo
Son cualquier otra cosa. (Cada espejo
Es un misterio y una simple lámina
De cristal o metal o agua tranquila.)
IV
También la oscura noche es un espejo
Que nos devuelve al sueño. Y el jinete
Es tal vez sólo un sueño de la noche
(Como el lagarto, el pájaro o nosotros).
Cruza raudo agitando la tiniebla
Un instante. Después todo se calma.
La tersa superficie de la sombra
Es la misma de siempre. O es un sueño.
FEDRO EN DUINO
A Zeus pidió Semele enamorada
Verlo en su propia forma, y no en aquella
Que a sus ojos tomaba, aunque era bella,
Y murió ante la Forma revelada
En el fuego divino calcinada,
Como el ultravioleta de la estrella
De la que es el crepúsculo la huella
Nos tornara ceniza, polvo, nada,
Si entre nosotros y su luz violenta
No tendieran los cielos su apacible
Velo que como el pavo real ostenta
Sobre el azur la heráldica riqueza
De su color. Sin duda es la belleza
El primer escalón de lo terrible.
BUSCA DEL UNICORNIO
A Rainer Maria Rilke
I
El unicornio pasta en otra selva,
No la que pisas, la que habitas, nunca.
No busques más. Su busca es siempre trunca.
No guardes la esperanza de que vuelva.
Azul o blanco o amarillo o rojo,
No has de verlo atrapado en la pulida
Jaula de plata del espejo. Olvida
Su cuerno que has soñado por despojo.
Del unicornio no serás el dueño
Ni el servidor, seas tú joven o viejo.
No lo contemplarás. Cesa en tu empeño.
De poco te valdrán flecha o espejo,
Virgen que no hallarás, soneto o sueño:
No tendrás ni siquiera su reflejo.
II
¿Por qué deben matarte en mi regazo
Que aguarda desde siempre tu llegada,
Por qué cuando te encuentre enamorada
Hará esa lanza mi bien tan escaso?
Ningún labio ha bebido en este vaso
De mi cuerpo: virgen soy e intocada
Te espero, para que lanza o espada
Te atraviesen, y pedazo a pedazo
Deshagan el prodigio de tu cuerno
Único, enhiesto, poderoso, santo,
Para venderlo por reliquia y droga;
Venderlo, en fin. La espera es el infierno.
Espero que no vengas, que un encanto
Te proteja. Y tu ausencia me ahoga.
III
La doncella inocente no comprende
Qué se espera de ella, y se pasea
Junto al árbol, de modo que la vea
El montero escondido, que se tiende
Con su lanza en el suelo, y allí atiende
El mínimo rumor. Y se recrea
Ella en las rosas cuyo aroma husmea
Y en los cabellos luego se las prende.
Y sonríe y no sabe que parece
La dama de un tapiz. Como una rosa,
Acaba por dormirse. Y el montero
La ve dormida, y tiembla, y no aparece
Su presa, y la doncella es tan hermosa…
“¿La besaré”, duda, “o la caza espero?”
IV
Reverso soy del mundo y sus mirajes.
Soy el envés de todo: en mí lo zurdo
Se hace derecho, y viceversa, y urdo
La trama de la luz en los ramajes
Cuando me toca el sol. Soy el ultraje
De lo feo, de lo tosco y de lo burdo,
Y ser de otra manera fuera absurdo
Pues lo que veo repito sin ambage.
Cuanto más claro soy menos yo mismo;
Como la luna alumbro y no soy luz;
Soy superficie y también soy abismo.
Esclavo soy. Pero si un día bosquejo
En mi sueño tu mágico testuz,
Seré, unicornio, un mundo, y no un espejo.
V
El unicornio triste se mira en la corriente.
–Ah, si hallara a la virgen con su espejo de plata
Y su regazo intacto; la soledad me mata.
Ah la muerte en su abrazo, la muerte al fin clemente
Que me dará el olvido de no ser más que un ente
De fábula y de sueño. La alegría escarlata
De las rosas que como, las hojas de oro y plata
Del bosque relumbrante que me sigue, y la fuente
De agua de vida que mana donde yo estoy;
Todo lo diera a cambio de un poco de esa muerte
Que gozan los humanos. Pero terca es mi suerte.
Mi tiempo es sin memoria, mis días siempre son hoy;
No veré más que el bosque y el agua de la vida.
Feliz el hombre: muere y recuerda y olvida.
HUMO
Como arde un cigarro, fuego breve
Que es primero un fulgor en la penumbra
Y se va haciendo cada vez más leve
Hasta quedarse sólo en un amargo
Regusto entre los labios, la ceniza
Descendiendo, fugaz, palpable bruma,
Y la columna azul, alta, indecisa,
Del humo que se eleva y que se esfuma:
Y palpita el fulgor en el silencio
De bosques entrevistos y lejanos
Como si fuese eterno: y sin embargo
Se va, dejando intacta la penumbra,
Vuelve en silencio al fondo del silencio:
Así murió mi padre entre mis manos.
Félix Lizárraga. Licenciado en Artes Escénicas. Ha publicado la novela Beatrice (Premio David, 1981), y los poemarios Busca del Unicornio (La Puerta de Papel, 1991), A la manera de Arcimboldo (Editions Deleatur, 1999) y Los panes y los peces (Colección Strumento, 2001). Poemas, cuentos y ensayos suyos han aparecido en diversas antologías y revistas literarias cubanas y extranjeras, entre ellas Nuevos narradores cubanos (Siruela, 2000), y Island of My Hunger (City Lights Books, 2007). Premio Fronesis de Poesía Erótica de 1999. El Grupo de Teatro Prometeo del Miami Dade College ha estrenado sus obras Farsa maravillosa del Gato con Botas y Matías y el aviador. Reside en Miami desde 1994.