Converse

Por: Agapanto Salgado

La noche en la que los editores de Arte Libertino me pidieron desarrollar un escrito sobre los Converse, mis zapatos favoritos, me quedé acostado por largas horas en el sofá de mi habitación, pensando en la mejor alternativa para desarrollar un escrito sobre este tema.

¿Qué podría escribir sobre unos zapatos de lona con suela de caucho que le han dado la vuelta al mundo desde hace más de un siglo? Y es que no es nada fácil, porque la historia es larga y, como todas las historias largas, también es aburrida. Hablar de Converse como marca de zapatos es decir que su nombre proviene de uno de los apellidos del fundador; que se conocen como Chucks porque un reconocido jugador de baloncesto apareció en una edición especial de los zapatos, y desde entonces pasaron de ser Converse, como su dueño, a Chuck Taylor All Star Converse, nombre que se mantiene hasta el momento.

Y es que Chuck Taylor se encargó de llevarlos por el mundo junto a sus pelotas, las de básquet, y a sus uniformes de entrenar. Fue gracias a Chuck que Converse entró por vez primera a la NBA a mediados del siglo pasado cuando el deporte se hizo profesional en los Estados Unidos. Fue por esa misma época y gracias a la NBA que Converse dejó de lado sus tradicionales blanco y negro e inició una nueva etapa llena de colores llamativos que hicieran juego con las indumentarias deportivas.

Luego vino Nike, a comienzos de este siglo, y pagó muchos millones de dólares para adueñarse de la marca. Lo que nunca llegaron a pensar los ejecutivos de Nike es que Converse es mucho más que una marca de zapatos, Converse es un estilo de vida. Esto fue lo que me levantó del sofá y me dio motivos para escribir. Estos tenis son mucho más que una indumentaria, más que una prenda de vestir, más que $305 millones de dólares por un nombre reconocido. Converse hace parte de mí desde mis primeros años.

Aprendí a jugar fútbol con unos Converse de lona y suela blanca que mi papá me dio como regalo de cumpleaños. Con esos mismos aprendí a montar bicicleta, escaparme del colegio, pintar en las paredes y a dar mis primeros besos, y no precisamente porque la bicicleta me llegara más tarde de lo normal. Caminando con ellos fui al colegio, me di trompadas, aprendí a bailar, me fui de viaje y nunca regresé.

Y es que los Converse sirven para todo. Los usé en mi grado del colegio, con ellos pasé por la universidad, escribí mis primeros versos, publiqué mis primeros cuentos, conocí a mi novia, compré carro, viajé por donde pude, comí lo que se me dio la gana, me caí de la borrachera más de un centenar de veces y, como pude, también me levanté.

Esto es lo que estos zapatos representan en mi vida: una verdadera y única compañía. Con estos he estado en las buenas y en las malas, en  las de niño, las de joven y ahora en las de adulto. Vistiendo Converse cerré mis mejores negocios, conocí grandes amigos, aprendí las verdades de la vida y sobre sus suelas pretendo casarme cuando decida entregarme a otro amor. Precisamente eso es lo que siento por cada uno de mis tenis, por esos parchecitos de lona, por sus colores, sus motivos y sus huellas: amor.

Me siento incapaz de comprar unas zapatillas diferentes; de salir a la calle vistiendo unos Adidas de última generación o unos Nike con cámara de aire. Me siento totalmente incapaz de traicionar mi historia y la historia de muchos de mis amigos; incapaz de ir en contra de mis principios “tenísticos” sencillamente por estar “in” o a la moda. Tal vez por eso me llamaron de Arte Libertino, porque éste, que aquí escribe, no puede vivir ni vestir sin sus Converse de primera generación, los clásicos, los que me regaló el viejo; los de mi historia y mis historias. Por eso me levanté del sofá, para decir, sin temor a equivocarme, que Converse hace parte de mí desde que tengo uso de razón, es la verdadera piel de mi piel.